Los tomareños
llevamos muchos años contemplando la toma de medidas para evitar el derrumbe de
la casa que conformaba junto al entorno de tierras dedicadas a la agricultura,
verduras y versas en general, la comúnmente denominada, Hacienda del
Quinito. Hemos conocido la noticia de
que el ayuntamiento, definitivamente, realizará con ayudas privadas, la
rehabilitación de la edificación que según
cuentan, data del siglo XVII. Detalle que desconocía a pesar de conocer su
existencia desde siempre y haber vivido mi infancia en paralelo a esta
hacienda.
Aquella época,
década de los años sesenta del anterior siglo, los niños nos sentíamos muy
felices, jugábamos y jugábamos aunque sin juguetes. Alguna espada o escopeta de
palo con gomilla para cazar zapateros, alguna pelota, de goma -las de
reglamente aún tardarían en llegar- y algún que otro patinete de los de
entonces -hechos con una tabla y cojinetes desechados en los talleres de coches
y evidentemente, con las aportación de algún manita, entonces habían muchos-
eran en general los escasos juguetes que podíamos disfrutar. Los pocos y endebles que nos traían los Reyes Magos de
Oriente, en general eran juegos de mesas u otros que muy pronto se partían por
la baja calidad de los mismos.
Pero además de
todo esto, los niños de la Mascareta, de la Barriada, del Camino Viejo, menos, e incluso alguna vez los del Zurraque,
teníamos la huerta del Quinito para jugar en ella. La frondosidad de sus
cultivos era escondite perfecto para toda clase de juegos de campo y el mucho
fresquito, especialmente en verano, que el agua de riego corriendo por los
surcos de la tierra para el riego de las verduras desprendía. El cañaveral ya
desaparecido que corría por la misma “gavia” canalización de aguas fecales que
las recogía del pueblo y que iba a morir al rio, hoy desaparecida, y que además
limitaba la calle De La Fuente, entonces sin asfaltar, con la citada huerta, completaba el espacio
ideal con el que los niños podían soñar para sus juegos.
El Quinito
labrando el campo y su mujer, la Trini, ya en la cocina o a la hora de la
siesta, sentada en lo que podría considerarse el salón-distribuidor,
entretenida con la costura, pues las puertas estaban siempre abiertas, eran
estampas habituales. En la entrada de la casa, los soportales con sus arcos,
que también subsisten, eran también un lugar ideal para que los niños jugaran,
especialmente cuando apretaba la calor.
Pero lo mejor
de todo, era la gigantesca fuente que entonces estaba a la derecha de la
hacienda según se mira de frente, que además tenía un larguísimo rebosadero perpendicular
a la construcción y en paralelo a la calle, hoy Antonia Caracuel, entonces Coca
de la Piñera -hay alguna foto por ahí de la misma- donde bebían las manadas de lo que a mí me parecían toros de
lidia pues eran de los mismos colores y que con cierta frecuencia pasaban por
allí y de los que corríamos a escondernos. Ese abrevadero a los niños de
entonces, nos parecía una piscina olímpica de agua muy fresquita y cristalina
pues nunca dejaba de correr. En ella en los meses calurosos del año, echábamos
los mejores ratos, eso si, había que tener cuidado con la verdina que el agua
producía en suelo y paredes que era muy resbaladiza pero sobre todo con los
tapaculos, insectos acuáticos que según las leyendas urbanas de la época, eran
fieles a su denominación. En el lado opuesto de de la fuente, al otro lado de
la casa, la esquina donde hoy crecen la higueras y a la espalda de la fuente
actual, estaba acotado y era dedicado para animales de granja; gallinas en
general, seguramente, no recuerdo pero era lo habitual, habría conejos, pavos y
algún cerdo.
Desde siempre,
la citada fuente, fue lugar muy visitado por vecinos que aún carecían de agua
corriente, muy normal en aquellas fechas, que venían con carros y grandes recipientes
para transportarla a sus casas.
Es una gran
satisfacción para los niños de aquella época la recuperación de un edificio tan
emblemático en la historia de Tomares y que tantos recuerdos nos trae. Todo el
pueblo debe sentirse muy satisfecho con la recuperación de ese rincón.
Seguramente, uno de los más bonitos, agradables
y añejos de nuestro pueblo.
Faustino.